"DESDE EL CUARTO DE AMADORA" (Sólo un poco)
Presagios
“El verano anterior al otoño en que Amadora
enfermó se presentó pálido de nieblas. Un día tras otro, el amanecer volvía
blancas las miradas, que no tenían adónde dirigirse. Fuera de esa albura
omnipresente, nada se veía. En su seno se sumergían hasta desaparecer las copas
de los tilos, las flores del jardín, la línea recta de la carretera, el espacio
mismo. Sólo los sonidos taladraban aquella espesura y el pueblo entero se llenó
de bastones improvisados que tanteaban el suelo en busca de orientación, o de
voces que advertían de la presencia de alguien o demandaban, aunque ignorasen a
quién, información acerca de dónde se hallaban. Únicamente en el interior de
las casas se liberaban los ojos y adquirían soltura los movimientos, así que se
cerraban puertas y ventanas por preservar ese entorno íntimo de la densidad de
la bruma. Doña Isaura, que amaba en gran medida la higiene, quiso que entrara
en su mansión el aire de la calle y anduvo perdida una mañana entera, trazando
itinerarios sin tino en su propia habitación, cegada por la blancura que
invadió estancias y corredores.
Hubo momentos en que ese algodón translúcido
que nos atrapaba jugaba a dejarnos escapar. Sin llegar a desaparecer del todo,
se hacía más poroso o más tenue, y era entonces como si contemplásemos el mundo
desde detrás de visillos de encaje fino. Los colores se apagaban en beneficio
del gris, y los perfiles de edificios y paisajes se difuminaban para fundirse
en un contínuum de ambigüedades que nos arrebataba límites y formas definidas.
Vivíamos en medio de una nube que, en lugar
de mojarnos, nos envolvía en un sentimiento vecino de la tristeza, o eso
pensábamos entonces, que era la niebla la que nos volvía taciturnos por
aquellos días. Y, sin embargo, cuando al fin el viento del Sur sopló para llevársela
consigo, no se alejó con ella nuestra pesadumbre. Una mañana se dibujaron por
entre el aire velado que nos rodeaba oquedades de luz, vértices de sol,
pasillos luminosos, paredes inconsistentes que se deshilachaban hasta
desaparecer. Una ráfaga última devolvió a la atmósfera la transparencia y el
cielo recobró al fin su azul, pero la melancolía quedó en nosotros, como un
barco varado permanece inmóvil tras la retirada de la marea. Y, a pesar de
ello, como en ese estado de ánimo no nos reconocíamos, nos negamos a admitir
que fluía de dentro afuera de nosotros mismos y seguimos buscando en el
exterior motivos que justificasen su pervivencia.
[…]
Todavía no podíamos saber que la enfermedad
de Amadora había empezado a manifestarse en cada uno de nosotros antes que en
ella. En aquel mundo al revés, el efecto se mostraba primero que la causa, el
disgusto por la desgracia precedía a la desgracia misma. Aún tendría que
transcurrir un tiempo para que comprendiéramos que si nuestra mirada se
nublaba, aunque ya no hubiera niebla, era porque nuestro sentimiento se
anticipaba al infortunio que lo iba a producir”.
“DESDE EL CUARTO DE AMADORA”,
páginas 110-111
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