martes, 18 de febrero de 2020

NOTAS SOBRE UN PROCESO CREATIVO (4): CÓMO DI VOZ A AMADORA

Escribir “Desde el cuarto de Amadora” (1) me supuso un trabajo meticuloso, de orfebre, donde placer y sinsabores caminaron a la par. Había que dejar que fluyera sin prisa el discurso, pararse y eliminarlo si se retorcía, si innecesariamente se enrevesaba. No conformarse con lo primero que surgía; abominar de lo hecho, deconstruirlo, probar de nuevo. Seleccionar el vocabulario apropiado, desechar términos que no se ajustasen no ya a lo que quería decir, sino, también, a cómo debía decirse.
   Me quejaba a menudo –y siempre me sucede- de la insuficiencia del lenguaje. Cómo no repetirse, si no existe un sinónimo adecuado; cómo sustituir una voz por otra, si falla la eufonía. ¿Existe música en una novela? Y cómo no, si son sonidos su materia prima,   los puntos y las comas silencios. Para mí, un texto literario necesita de una melodía y el caso es dar con ella. No se trata de prefijarla de antemano,  hay que encontrarla. Poner el oído, más que la oreja, ante lo que va saliendo: una rima interna vuelve machacón el ritmo de una frase, una palabra no combina fónicamente con otras, es inaceptable la aparición de un pareado en una prosa sin verso. Todo esto había que hacerlo sobre la marcha, no desde la lógica, sino desde la intuición, que, al menos para mí, no es la escritura una labor matemática.
   El tema marcó el estilo. El léxico denota, da cuenta de un contenido, y resulta esencial que lo haga. El lector no puede quedarse sin saber qué se le cuenta, y ello requiere esfuerzo, porque obviamente no es igual cómo le llegue, no escribimos de la misma forma que hablamos. ¡Hay tanto empeño verbal detrás de la claridad, tanta complejidad en la sencillez! Las horas se deslizan rápidas, mientras pienso en cómo he de decir. A menudo me iba a Babia y volvía dichoso si, entre pensamientos vanos, mientras permanecía ajeno al discurrir del tiempo, se me había cruzado al fin la expresión que se me resistía, la imagen que transparentase una idea, la prolongación de un momento que dotase de continuidad a un argumento inconcluso o diese oportuna voz a un personaje.
   Es la creación literaria una tarea ardua. Requiere también de un tono; de una modulación de tonos, además. Menos mal que las palabras, aparte de significar, connotan. Porque, si no, una novela como “Desde el cuarto de Amadora” sería imposible. Planteada desde la evocación de un tiempo ya pretérito, demandaba una escritura afectiva, que diera entrada en sus páginas al dolor y a la nostalgia, a lo maravilloso y al costumbrismo más elemental; a una realidad que por momentos se abriera al humor o se desentendiera por completo de él. Y, en consonancia con ello, debía utilizar una multiplicidad de registros lingüísticos.
   Los personajes se hicieron eco de lo entrañable del recuerdo, y, en su mayoría, ellos mismos son entrañables .En su caracterización, me interesaron más sus actitudes, su comportamiento o su habla que el físico, que apenas, y casi nunca, aparece apuntado. Que les ponga cara el lector, si se le aparece. Yo, en cambio, puedo dedicar unas cuantas líneas a describir cómo cae una hoja de un tilo, al vuelo alocado de un papel a instancias del viento, a la biblioteca insospechada que oculta una cueva abierta a los embates del mar. No digamos nada si de la Casa Grande o del jardín de los tilos hablamos. Es el protagonismo del paisaje, que no escapa a la magia de la historia. Que se funde con ella.
   El diálogo sirve de apoyatura al discurso narrativo. En puridad, casi podría decirse que no suele presentarse como tal. Se trata, más bien, de intervenciones aisladas; aunque en un contexto conversacional, entre ellas hay lugar para la digresión, el comentario, explicaciones varias. Se percibe incluso en la grafía: surgen, frente a lo habitual, entrecomilladas en medio del relato, sin guiones que las introduzcan.
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