NOTAS SOBRE UN
PROCESO CREATIVO (4): CÓMO DI VOZ A AMADORA
Escribir
“Desde el cuarto de Amadora” (1) me
supuso un trabajo meticuloso, de orfebre, donde placer y sinsabores caminaron a
la par. Había que dejar que fluyera sin prisa el discurso, pararse y eliminarlo
si se retorcía, si innecesariamente se enrevesaba. No conformarse con lo
primero que surgía; abominar de lo hecho, deconstruirlo, probar de nuevo.
Seleccionar el vocabulario apropiado, desechar términos que no se ajustasen no
ya a lo que quería decir, sino, también, a cómo debía decirse.
Me quejaba a menudo –y siempre me sucede- de
la insuficiencia del lenguaje. Cómo no repetirse, si no existe un sinónimo
adecuado; cómo sustituir una voz por otra, si falla la eufonía. ¿Existe música
en una novela? Y cómo no, si son sonidos su materia prima, los
puntos y las comas silencios. Para mí, un texto literario necesita de una
melodía y el caso es dar con ella. No se trata de prefijarla de antemano, hay que encontrarla. Poner el oído, más que la
oreja, ante lo que va saliendo: una rima interna vuelve machacón el ritmo de
una frase, una palabra no combina fónicamente con otras, es inaceptable la
aparición de un pareado en una prosa sin verso. Todo esto había que hacerlo
sobre la marcha, no desde la lógica, sino desde la intuición, que, al menos
para mí, no es la escritura una labor matemática.
El tema marcó el estilo. El léxico denota,
da cuenta de un contenido, y resulta esencial que lo haga. El lector no puede
quedarse sin saber qué se le cuenta, y ello requiere esfuerzo, porque obviamente no es igual cómo le llegue, no escribimos de la misma forma que
hablamos. ¡Hay tanto empeño verbal detrás de la claridad, tanta complejidad en
la sencillez! Las horas se deslizan rápidas, mientras pienso en cómo he de
decir. A menudo me iba a Babia y volvía dichoso si, entre pensamientos vanos,
mientras permanecía ajeno al discurrir del tiempo, se me había cruzado al fin
la expresión que se me resistía, la imagen que transparentase una idea, la
prolongación de un momento que dotase de continuidad a un argumento inconcluso
o diese oportuna voz a un personaje.
Es la creación literaria una tarea ardua.
Requiere también de un tono; de una modulación de tonos, además. Menos mal que
las palabras, aparte de significar, connotan. Porque, si no, una novela como “Desde el cuarto de Amadora” sería
imposible. Planteada desde la evocación de un tiempo ya pretérito, demandaba
una escritura afectiva, que diera entrada en sus páginas al dolor y a la
nostalgia, a lo maravilloso y al costumbrismo más elemental; a una realidad que
por momentos se abriera al humor o se desentendiera por completo de él. Y, en
consonancia con ello, debía utilizar una multiplicidad de registros
lingüísticos.
Los personajes se hicieron eco de lo
entrañable del recuerdo, y, en su mayoría, ellos mismos son entrañables .En su
caracterización, me interesaron más sus actitudes, su comportamiento o su habla
que el físico, que apenas, y casi nunca, aparece apuntado. Que les ponga cara
el lector, si se le aparece. Yo, en cambio, puedo dedicar unas cuantas líneas a
describir cómo cae una hoja de un tilo, al vuelo alocado de un papel a
instancias del viento, a la biblioteca insospechada que oculta una cueva
abierta a los embates del mar. No digamos nada si de la Casa Grande o del
jardín de los tilos hablamos. Es el protagonismo del paisaje, que no escapa a la
magia de la historia. Que se funde con ella.
El diálogo sirve de apoyatura al discurso
narrativo. En puridad, casi podría decirse que no suele presentarse como tal.
Se trata, más bien, de intervenciones aisladas; aunque en un contexto
conversacional, entre ellas hay lugar para la digresión, el comentario,
explicaciones varias. Se percibe incluso en la grafía: surgen, frente a lo
habitual, entrecomilladas en medio del relato, sin guiones que las introduzcan.
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